El Bancor o el Bretton Woods que
nunca existió
Por: Fernando Arancón
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Dominique Strauss-Kahn, quien fuera
director del Fondo Monetario Internacional entre 2007 y 2011, es sin duda un
personaje singular. Su carisma y su alta estima dentro de la política francesa
ha rivalizado durante muchos años con su devoción por los placeres de la carne.
A menudo, lo que conseguía con una faceta lo dinamitaba con la otra, como si
fuese casi natural vivir en semejante montaña rusa.
Ministro por un bienio con François
Mitterrand del 91 al 93, repitió cargo –que no cartera– con Jacques Chirac
entre 1997 y 1999. Además esta vez una con lustre, Economía y Finanzas.
Socialista desde los setenta, Strauss-Kahn supo ir dando saltos en la pirámide
política gala a pesar de los numerosos reveses que tuvo, desde los escándalos
por corrupción hasta los sexuales. Todo ello no impidió que intentase
postularse para las presidenciales del 2007, aunque fue derrotado por Ségolène
Royal por la candidatura del Partido Socialista, que a su vez caería ante
Nicolas Sarkozy. Así, después de este revés, Strauss-Kahn recaló en Washington
como director del Fondo Monetario Internacional.
Allí le tocaría lidiar con los
inicios de la gran crisis financiera, luego transformada en económica, surgida
entre 2007 y 2008 en Estados Unidos. Sin embargo, uno de sus proyectos más
ambiciosos y probablemente más olvidados sería el de darle un giro al papel del
FMI como garante de los pagos y las finanzas a nivel global. En el año 2009 la
institución publicó un informe en
el que, entre otras cosas, venía a aumentar el papel de los Derechos Especiales
de Giro (DEG), una especie de moneda global de cara a facilitar los
intercambios comerciales, mediante una sustanciosa inyección de liquidez de
250.000 millones de dólares.
Aquel proyecto nunca vio la luz. En
la práctica significaba que el dólar dejase de ser la moneda de reserva global,
y el gobierno de los Estados Unidos comenzase a perder el privilegio –único en
el mundo– de poder endeudarse ad infinitum dado
que el valor de su moneda lo ponen ellos mismos. Strauss-Kahn pretendía poner
punto y final al reinado del dólar, al consenso medio impuesto de Bretton
Woods. Dos años después, en 2011, cuando se rumoreaba que el alsaciano entraba
de nuevo en las quinielas de cara a las presidenciales francesas, un nuevo escándalo sexual en
Nueva York irrumpió como un tsunami contra su imagen. Strauss-Kahn dimitió a
los pocos días de su cargo en el FMI. Estaba acabado y su proyecto con él. Ese
mismo 2011 le sucedería otro exministro de finanzas francés. Su nombre,
Christine Lagarde. Aquel tímido keynesianismo era sustituido por el
neoliberalismo de manual, emulando a lo ocurrido en los mismos días de julio de
hacía 67 años en Bretton Woods.
La
conferencia que enterró a Keynes
Hacia 1943 los Aliados, la Unión
Soviética y puntualmente la China del Kuomintang, ya estaban diseñando el mundo
de la posguerra. La derrota de la Alemania nazi y del Japón imperial se veían
aún lejanos pero se daban por sentadas, y ante modelos tan dispares era
necesario saber qué iba a ocurrir y cómo el día que las armas callasen. En el
verano de 1944 le tocaba el turno a la economía de un mundo sin Tercer Reich. A
principios de julio comenzarían a llegar al inmenso hotel de Bretton Woods, en
New Hampshire, las 44 delegaciones que verían nacer el acuerdo homónimo
posterior. Sin embargo, y como si fuese un torneo, la conferencia acabó
reducida a un pulso entre John Maynard Keynes, que lideraba la delegación
británica, y Harry Dexter White, que hacía lo propio con la estadounidense.
Había un consenso firme en torno a
que el proteccionismo y el modelo económico global previo a ambas guerras
mundiales tenía que acabar. Era necesario por tanto crear
un sistema que si bien fuese librecambista, generase estabilidad y sobre todo
garantías a todos los países de que ninguno de ellos iba a desarrollar una
política económica que fuese perjudicial para otros terceros estados, evitando
así guerras comerciales, cambiarias o arancelarias.
Keynes llegó a Bretton Woods consagrado como
influyente economista. Su modelo económico propuesto en la
década de los años treinta había influido poderosamente en muchos países de
cara a combatir los efectos del crack de 1929. Sin ir más lejos, era la
principal inspiración del New Deal lanzado
por Roosevelt y sus planteamientos se habían demostrado exitosos en aquel
contexto de crisis. Sin embargo, toda la legitimidad que le sobraba a Keynes
por la vía intelectual le faltaba en la geopolítica. Reino Unido había cedido
definitivamente el testigo a los Estados Unidos como potencia global y en la
guerra había tenido, salvo en momentos muy concretos –como la Batalla de
Inglaterra, Kohima-Imphal o El Alamein–, un papel secundario. Por si esto fuera
poco, la merma del peso político británico a nivel global era evidente con una
India que clamaba por la independencia, algo que conseguiría dos años después.
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Dexter
White (izq.) y Keynes (dcha) en la conferencia de Bretton Woods. Fuente:
Wikipedia
Estados Unidos y su enviado Dexter
White llegaban con otra idea en mente. Hacía un mes que habían abierto el
tercer frente en Europa por Normandía, comenzando la carrera por Berlín. En el
Pacífico la situación era similar: Japón reculaba isla tras isla, no sin pelear
cada palmo de terreno. Estados Unidos se sabía hegemónico en aquel momento y
también de cara a la posguerra. No quería un sistema que económicamente
equiparase a los países e impusiese las mismas reglas de juego para todos;
quería su sistema y sus reglas. Y he aquí el choque irreconciliable.
Keynes propuso un sistema
comercial global que canalizase todas las transacciones a
través de una sola entidad, la Unión Internacional de Compensación. Esta
institución emitiría una moneda, llamada Bancor, que serviría para comprar y
vender a nivel internacional. El valor del Bancor vendría a su vez dado por el
valor de las distintas y principales monedas que se incluyesen en una canasta
de manera ponderada. Sin embargo, la novedad no radicaba ahí. Keynes pretendía
evitar por todos los medios que hubiese países crónicamente deficitarios en
materia comercial y otros con superávit año tras año, ya que al ser el saldo
comercial global una suma cero, si algunos países vendían excesivamente, otros,
por pura matemática, iban a ser deficitarios. Eso, de manera constante,
generaba unos desequilibrios gigantescos.
Si los países tenían un déficit
exterior excesivo serían multados, incentivándose así la inversión interna para
aumentar las exportaciones y reequilibrar el saldo comercial. Sin embargo, los
países con superávit también serían penalizados si se excedían vendiendo. Con
ello se quería fomentar la potenciación del mercado interior de los estados y
permitir el reequilibrio de los países deficitarios, tanto por reducir la
oferta a nivel global como por hacer aumentar la demanda comprando a esos
terceros países.
Y es que Keynes buscaba un sistema
en continuo equilibrio y con mecanismos coercitivos fuertes –tal era el extremo
que los países con superávit podían ver cómo sus reservas de báncores se
confiscaban si no gastaban ese dinero o reducían su desequilibrio comercial–, a
la vez que instituciones globales velarían con préstamos el correcto desarrollo
de los países que, como empezaría a ocurrir pocos años después, serían
descolonizados.
La propuesta estadounidense tenía
sustanciales diferencias. No contemplaba el Bancor, y la Unión Internacional de
Compensación no existiría en favor de un organismo encargado de velar por la
correcta estabilidad cambiaria mundial, macroeconómica e inflacionaria de los
estados: el FMI.
Desterrar el Bancor tenía un porqué: Estados Unidos buscaba
que la nueva moneda de referencia global fuese el dólar, otorgándole una
posición privilegiada en las dinámicas comerciales y financieras globales. Para
calmar los recelos sobre la comentada medida, el dólar estaría a su vez
referenciado al oro –por aquello de que hubiese algo que respaldase el dólar–.
Se pasaría así del patrón-oro al patrón dólar-oro.
Finalmente, los acuerdos de Bretton
Woods tendrían poco de británico y mucho de estadounidense.
La propuesta de
Keynes sería aparcada en favor de la de White, y el sistema favorable a Estados
Unidos sería aprobado y poco después implementado, incluyendo la creación del
Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El economista británico no
llegaría a ver materializada su derrota al morir en 1946, menos de dos años
después de la firma de los acuerdos.
El
sueño (económico) americano
Aunque la época de la Guerra Fría a
menudo es definida como bipolar, en el plano económico existía una unipolaridad
en cada lado del Telón de Acero. Al igual que la economía del bloque comunista
era dependiente de la Unión Soviética, el sistema capitalista acabó orbitando
sobre Estados Unidos. Y es que la potencia norteamericana, estratégicamente
hablando, jugó con habilidad sus cartas. El sistema que Keynes proponía era más
justo para todos los países, pero eso no equivalía a que estuviese alineado con
los intereses estadounidenses. En aquel escenario de la posguerra, con una
Europa arrasada y un incipiente pero débil mundo descolonizado, Washington era
el cuello de botella económico por donde el comercio y las finanzas globales
debían pasar.
Un paternalismo estratégico, se le podría llamar. EEUU velaría
por el correcto funcionamiento del sistema –en los años posteriores a la
Segunda Guerra Mundial aún implementaría el Plan Marshall, también de
inspiración keynesiana pero con evidentes pinceladas de Doctrina Truman–
al mismo tiempo que utilizaba ese privilegio para hacer valer sus propios
intereses.
Aquella idea podía albergar
interesantes oportunidades para Estados Unidos, pero también adolecía de
grandes contradicciones. La mayor, y a la postre talón de Aquiles, sería el dilema de Triffin,
llamado así por Robert Triffin, el economista de origen belga que en 1960 dio
forma a aquella brecha en el planteamiento norteamericano de Bretton Woods.
En resumidas cuentas, Triffin
afirmaba que el objetivo de Estados Unidos de ser el suministrador global de
liquidez en dólares era incompatible con mantener un equilibrio dólar-oro. Con
el paso del tiempo iba a ser cada vez más probable que aquella relación se
desacompasase, y el dólar tuviese que ser devaluado y no pudiese seguir ligado
al oro. De manera secundaria también se indicaba que cuando ambos ritmos no
fuesen parejos, Estados Unidos viviría una profunda crisis al no saber jugar en
un mundo cuya moneda de referencia no fuese el dólar, eso si directamente no se
había endeudado en exceso y corría serio riesgo de quebrar.
No tardaría demasiado en producirse
lo vaticinado. En 1971 la guerra de Vietnam asfixiaba tanto las finanzas de
Estados Unidos que el presidente Nixon decidió dar por finalizado el sistema de
Bretton Woods. La potencia norteamericana no podía costear semejante esfuerzo
bélico sin devaluar su moneda, menos todavía cuando su balanza comercial
empezaba a ser negativa de manera crónica –lo que obligaba a su vez a emitir
más dólares–. Así pues, el patrón oro quedaba definitivamente enterrado y el
dólar se erigía como gran moneda de reserva global.
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La
deuda actual de los Estados Unidos sobrepasa a día de hoy los 19 billones de
dólares. China es el principal acreedor. Fuente: CNN
Y es que la idea de Triffin se
cumplió sólo a medias. La segunda parte, aquella que derivaría en la quiebra
estadounidense, nunca se materializó. Estados Unidos siguió imprimiendo dólares
sin que la inflación subiese o los tipos cambiarios se les volviesen
desfavorables. Las causas de semejante paradoja –algo que contradice buena
parte de los comportamientos económicos habituales– residen en el sentido más
técnico de la “política” –la lucha por el poder–, algo de lo que los
economistas han rehuido y rehúyen con frecuencia. Estados Unidos no quebró por
su gigantesco poderío militar, un valor que si bien es costosísimo –EEUU tiene
la mitad del gasto en defensa del mundo– apuntala la legitimidad del país para
ser hegemónico en el plano monetario. La segunda causa que se puede destacar es
que desde Bretton Woods hasta 1971, la superestructura de dolarización que
había creado Estados Unidos a lo largo y ancho del mundo siguió funcionando
sola aun cuando la mano dejó de mover la manivela que impulsaba aquel sistema.
Nadie quería ni podía parar ya un entramado que llevaba asentado un cuarto de
siglo.
Este vuelo sin motor todavía aguanta
a día de hoy. El dólar sigue siendo la moneda de referencia en el comercio
internacional actual y el ámbito financiero, más todavía vistas la asfixia
crónica de Japón y la incapacidad del euro de levantar cabeza. Sin embargo,
cerca de otro cuarto de siglo después de que Nixon decidiera dar por concluido
el sistema de Bretton Woods, la unipolaridad estadounidense cada vez está más
discutida. El país norteamericano ya no es lo que era después de dilapidar
cantidades astronómicas en Afganistán e Irak, y mucho menos tras la crisis
económica actual. El dólar, aun con buena salud, también se ha resentido. Y es
que la unipolaridad postsoviética que tanto celebraron en Washington ya no
existe. Cada vez más voces dentro y fuera de la zona de confort estadounidense
reclaman que la potencia de un paso atrás en sus aspiraciones –o nostalgia– de
hegemonía en favor de un sistema más equilibrado y sobre todo más estable, ya
que el dilema de
Triffin no se ha evaporadodel todo: Estados Unidos no
puede compatibilizar sus necesidades como país con las necesidades financieras
globales. Por tanto, el dólar es cada día menos útil en su función y Estados
Unidos apuesta en exceso a un caballo que pierde valor.
China,
la torre Jenga y la resurrección del Bancor
No parece haber duda en que la
distribución global del poder económico está cambiando con rapidez. Nuevos
escenarios necesitan de nuevos marcos para adecuarse a los intereses y las
necesidades emergentes. El debate por tanto sobre hasta qué punto está
preparado el Fondo Monetario Internacional para hacer frente a estos cambios
está más que servido. Y es que en estos últimos años ha sido objeto de
profundas críticas por su papel en la crisis de Grecia, que se ha venido a sumar
a su ya deslegitimada actuación con los países de la Periferia global,
especialmente los estados africanos y latinoamericanos durante décadas pasadas.
La ecuación además no está completa; China también quiere su parte del pastel.
En el año 2009 fue lanzada una
reforma del FMI de cara a renovar el porcentaje de votos de sus miembros –unos
derechos que a día de hoy le dan a Estados Unidos y otros países desarrollados
un poder de veto de facto–. Estas modificaciones,
además de tocar los porcentajes de voto en detrimento de las economías
desarrolladas y en favor de las emergentes, abordaban también unas medidas que
contrariaban la línea hegemónica norteamericana. Todavía hoy permanece bloqueada por
Washington.
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La
distribución de los porcentajes de voto en el FMI hacen que las economías desarrolladas
ostenten una mayoría de dos tercios. Fuente: American Progress
En cierto sentido, este veto a
avanzar en la misión del FMI corresponde a los deseos –o más bien a las
creencias– estadounidenses de que la realidad no muta si no lo hace en las
instituciones. Grave error. Aquel intento de frenar el poder de influencia de
los países emergentes no ha hecho que China deje de crecer, e incluso ha
legitimado y fortalecido el desarrollo de un sistema
paralelo sinocéntrico. El nuevo Banco Asiático de Desarrollo o
el gigantesco proyecto de la Nueva Ruta de la Seda,
auspiciados por Pekín, no son sino la respuesta a
no poder jugar de manera más equitativa en el sistema global.
Más allá de consideraciones
geopolíticas, el fantasma del Bancor
sobrevuela cada vez con mayor presencia el debate sobre el
papel de la institución que preside Lagarde. La propuesta de Keynes, tal y como
la propuso, a día de hoy no es factible. El británico diseñó un sistema
excesivamente estático para el mundo de hoy –tipos de cambio fijos entre
monedas y bancor, por ejemplo–, pero evidentemente la esencia sigue siendo la
misma: un sistema global que no genere asimetrías y desequilibrios. En
definitiva, un sistema de comercio y finanzas acorde al mundo multipolar.
Como es de esperar, una
implementación así debe ser gradual y, sobre todo, ha de considerar otras
aristas y particularidades del sistema económico actual, abarcando desde los
modelos de cooperación internacional hasta los paraísos fiscales. La cuestión
aquí es quién pierde con todo
esto y especialmente si están dispuestos a dar su brazo a
torcer. Estados Unidos nunca ha visto la
renegociación de este sistema como una oportunidad, sino como
una amenaza. Equipara una modificación de los restos de Bretton Woods a regalar
su cada vez más reducida influencia, cuando lo podría plantear desde los
términos de acordar y blindar una influencia que, si bien sería menor, quedaría
definida y pactada con otros países. Y es que la añoranza de su unipolaridad le
impide sentarse de igual a igual con China, a quien intenta contener –con poco
éxito– sin considerarle en el plano institucional global como una potencia de rango
prácticamente similar.
Los retos del camino hacia un mundo
‘bancorizado’ son cuantiosos, tanto por los intereses puestos en juego como por
los propios errores del diseño de un nuevo sistema. Sin embargo, de no
transformarse un sistema que se llama global y que a día de hoy está en manos
de unos pocos estados, en uno que responda a cómo es realmente el mundo, se
corre el riesgo de fragmentar el planeta en sistemas en constante competición;
una realpolitik de corte económico que sólo genere
inestabilidad.
Setenta años después de su muerte,
el legado de Keynes parece haber recobrado cierto vigor. Quién sabe si alguien,
algún día, conseguirá imponer lo que el británico no consiguió en aquel inmenso
hotel de New Hampshire.
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