06 diciembre 2015

INERCIA

INERCIA

“Falta de energía física o moral para alterar una costumbre o un modo de actuación”.

De ésta forma, bien gráfica, se define la conducta de varios estamentos de la sociedad, ya sean desde los propios ciudadanos, pasando por sus dirigentes, empresas, etc. pero una acepción, no menor, asocia el término a la existencia de “desidia”, es decir, un acción voluntaria de negligencia ante los hechos.

Pero en materia capitalista, sin “energía” no existe ni es posible “el movimiento de la producción” que le da sustento a su desarrollo como modo de producción.

Es así que, faltos de la energía imprescindible que le dé continuidad al movimiento quedan yertos, inanes, excluidos de la dinámica histórica que finalmente, y como ha sicedido a lo largo de la historia, los someterá, indefectiblemente, a la la acción centrifuga de quienes tratan, improductivamente, de sobrevivir en un sistema que sólo reconoce al trabajo productivo como fundamento de su propia esencia.

Sin embargo, esa “falta de energía” incluye, a nuestro entender la falta también de la compresión de los procesos permanentes de transformación que la propia dinámica capitalista ha mostrado a lo largo de la historia de su hegemonía.

Más aún, si un término define la historia del modo de producción capitalista no es la “inercia”, que refiere más a la “negligencia” y mucho menos el desarrollo capitalista acepta la “falta de energía”, por eso, lejos de estas acepciones negativas que nos refieren a la falta de tensión de transformación instalada en una parte de la sociedad, preferimos mostrar la “otra cara de la realidad”.

Muchos analistas, economistas y de otras profesiones han instalado que estamos atravesando una “tercera revolución industrial”.

Craso error.

El capitalismo es desde el fondo de la historia un modo de producción y reproducción de la vida material de los humanos en constante revolución.

A la “máquina de vapor” que tanto gusta a los maestros del secundario para datar el inicio del capitalismo, le precedieron una “revolución atlántica”, una “revolución religiosa o podemos ampliar en el campo de las ideas”, “la revolución cultural” que supuso la edición en serie de libros que alimentaron y aceleraron la difusión de ideas nuevas, muchas de ellas celosamente guardas en los claustros monacales.

La “revolución alimentaria” y la de las relaciones interpersonales que permitieron la  reproducción de la fuerza de trabajo. Así, más trabajadores, mejor alimentados, con una tasa de reproducción más alta y prolongación de la esperanza de vida al nacer.

El fin de los “pactos de homenaje”, los reyes y noblezas de “derecho divino” es decir, el quiebre definitivo de una relación social denominada vasallaje que bien podemos llamar una “revolución en el ámbito de la política” y la inmediata sustitución por otra relación de producción y reproducción de los hombres: la compre-venta de la fuerza de trabajo de los millones de –ahora- personas donde como bien lo describieron los Fisiocratas, uno anticipaba los medios de producción, es decir compraba la fuerza de trabajo para poner en acción esos aparatos, mecanismos, artificios, artilugios, herramientas, utensilios, ingenios, engendros; capaces de darle sentido productivo al trabajo humano a cambio de un nuevo concepto: el salario que debía permitir la reposición de la fuerza de trabajo para la continuidad del ciclo que ya podemos nombrar como capitalista.


En resumen, el desarrollo capitalista fue generando en su incubación una cada vez más profunda generación de las condiciones previas, de lo “pre requisitos” indispensables para constituirse en lo que hoy es.

Pero, a su vez, resulta difícil establecer si el desarrollo de los prerrequisitos no fueron otra cosa que factores desencadenantes de las permanentes crisis en que se desarrolla el capitalismo

Pero cada revolución significó una crisis y ya como acometimiento histórico existe la profesión de historiador seguramente encontrará en cada una de ellas un nuevo rasgo, un nuevo elemento que contribuirá a definir con mayor claridad las características no sólo de los “pre requisitos” sino de cómo éstos evolucionaron hasta constituirse en elementos tan internalizados en la vida cotidiana de las personas que han adquirido el carácter de “relaciones sociales normales” quitándole el dramatismo que supone invocar la hegemonía que tienen ésas relaciones sociales y no otras, aunque ésas relaciones presenten variantes o se configuren de un modo que otorga más “libertades”

¿Cuál es el rol de los economistas, entonces?

Nuestro rol estratégico, más allá de los resultados a los que se lleguen, es analizar, “prever y ver” alertar y señalar (podríamos seguir detallando verbos) que la utilidad de la profesión se centra en el ámbito y contexto de las consecuencias que genera éste modo de producción capitalista. Estar atentos a sus permanentes modos de expresión, a que impactos generan sobre el conjunto de la sociedad, las metodologías de “inclusión-exclusión”, de la permanente creación de nuevas formas de “trabajo productivo” y de la identificación del improductivo, redundante, inapropiado y que da lugar a la necesidad de aplicar recursos desde el Estado (como eje central del aparato de control de las formas capitalistas) como la aparición de nuevas formas de transferencia de recursos (deducibles de impuestos y otras cargas tributarias) a través de las denominadas Organizaciones No Gubernamentales que libera al Estado de sus obligaciones privatizando la asistencia de las necesidades de los excluidos y concentrarse sólo en los incluidos.

Porque si algo define al desarrollo capitalista no es la inercia, sino la innovación, es decir, el movimiento continuo, su permanente recreación, el constante mostrar nuevas facetas productivas u organizativas, el crear nuevas y variopintas formas de acceso a los mercados, ya sea mediante el movimiento continuo en la organización de éstos o los cambios en la demanda que éstos generan a partir de “curvas de vida de producto cada vez más cortas, cada vez más sofisticadas, cada vez más centradas en la eficiencia y funcionalidad”.

Pero preferimos generar un neologismo.

La  “innovación” evoca una mirada ensimismada en los individuos o en las empresas. Convoca a la modernización y reestructuración de las mentalidades o de los procesos productivos pero siempre, el prefijo “in” es determinante, no incluye el afuera, como si éste no existiera, como sí, sólo con nuestra propia “revolución” bastara.

En nuestra visión el neologismo “ex novación”, es decir el movimiento permanente, como señalamos de los cambios y transformaciones con que somos desafiados a adaptarnos o sumarnos a la fila de los excluidos y que para nada depende de nosotros, de nuestra voluntad, de nuestra energía. Al contrario, no obliga a generar formas de energía tales capaces de acompañar el movimiento continuo.

La innovación per se, no alcanza. Sujeta a la “ex novación” ambas, combinadas definen nuevos caminos, nuevas expectativas, pero también resultan fuentes de la desilusión, de la frustración y del fracaso.

No se trata de una cuestión dramática, tampoco a veces la línea parece tan clara y precisa para reconocerla, pero la incapacidad, la falta de visión, el refugio en las “zonas de confort” en las que pensamos como punto de llegada, cuando si algo define al desarrollo capitalista es que por un lado las “zonas de confort” son ilusorias y que por otra parte no hay puntos de llegada.

Nuestra visión no es fácil de aceptar. Pareciera ser una visión fatalista del desarrollo histórico donde nunca hay ganadores, donde sólo hay triunfos parciales y efímeros.

Como señala Eric Hobsbawm citando a Max Weber: “Toda la experiencia histórica confirma que los hombres tal vez no alcanzarían lo posible si no intentaran, de vez en cuando, conseguir lo imposible”.



Buenos Aires, 06 de diciembre de 2015

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